miércoles, 5 de julio de 2017

PISCINAS VACÍAS

Piscina en La Escala, Girona.

“El nadador” (“The swimmer”. Frank Perry, 1968) arranca con una propuesta argumental sugerente: Ned Merrill (Burt Lancaster), que vive en una zona residencial de clase alta en las afueras de Connecticut, decide recorrer el valle de piscina en piscina, ante el asombro de sus amigos y vecinos. Pero a medida que la narración avanza este original planteamiento se va diluyendo como un azucarillo en una taza de café caliente. Y es que cualquier aspecto cinematográfico de la película que analicemos mínimamente hace más aguas que las contenidas en todas las piscinas del valle.

Las transiciones entre secuencias son torpes, hay numerosos fallos de continuidad entre los planos medios y cortos, la música es bastante odiosa, los pretendidos toques naif con evocadoras imágenes superpuestas resultan pretenciosos y los primeros planos estáticos del rostro del protagonista son cansinos e inexpresivos.

¿Cómo es posible, por tanto, que con estos mimbres tan frágiles la película quede sólidamente construida y transmita una cierta fascinación? Fascinación que, en mi caso, ha conseguido que al menos una vez al año salga de la estantería en dirección al reproductor de DVD.

Y ahora, claro, viene la pregunta del millón: ¿dónde radica ese grado de fascinación? Pues confieso que ha estado bien escondido para mí todos estos años, en los que no he sido capaz de identificarlo. Hasta el último visionado, hace unos días. La clave, las auténticas protagonistas del filme, las piscinas. Y en concreto una de ellas, la que aparece a mitad del metraje en la que sin duda es la mejor secuencia de la película: el encuentro de Ned con el joven muchacho de la flauta. Una piscina sin agua, una piscina… vacía.

"El nadador"

Una piscina llena de agua, en uso, en su “estado natural” nos sugiere alegría, voces, juego… Si además esa piscina (privada) es de gran tamaño nos está hablando también de bienestar, de éxito, ya que generalmente acompaña a una mansión de lujo, a una situación económica acomodada.
Por contraposición, una piscina vacía, sin agua, resulta, sin duda, una de las mejores metáforas de la decadencia, del fracaso. Frente a la lámina inmaculada de agua transparente, el gran espacio vacío que la ha contenido, la suciedad en el fondo, el óxido, el silencio. Lo que ha sido un entorno acogedor y luminoso se ha vuelto lúgubre y siniestro, una construcción inútil e inquietante que nos insinúa de alguna forma su pasado. Y si a ese profundo vaso, convertido en pozo inmundo, le añadimos en su borde la silueta de un trampolín, a la metáfora de la decadencia y el fracaso se añade la del peligro, la del salto mortal. El símbolo perfecto para un melodrama.

Ahora ya conozco el motivo de mi reincidencia periódica hacia esta curiosa parábola mágnetica y turbadora, en la que a través de las swimming pools se van desnudando las miserias de unas vidas opulentas. Y reconozco que ando “buscando desesperadamente” piscinas vacías que poder fotografiar. Supongo que para ver si soy capaz de encontrar en alguna de ellas las almas errantes del fracaso y la decadencia. Aquí está la primera. Si tenéis alguna piscina vacía por ahí…  

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