lunes, 29 de agosto de 2016

SAN PEDRUCO


La noche anterior no conseguía conciliar el sueño. Vueltas y vueltas en la cama hasta que, con la primera luz del día que se colaba por la ventana, saltaba como un resorte. Me vestía apresurado. Mi estómago, encogido, apenas podía aceptar una taza de leche con cola-cao. Bajaba a la calle y a través del encachado de la plazoleta y el pórtico me acercaba, nervioso, a aquella pesada puerta de madera de castaño. El interior aún estaba en penumbra. Subía por la escalera hasta el coro y aferraba mis manos a la cadena que se descolgaba desde el campanario. ¡Ya era mía! Sólo faltaba esperar la señal.

Llegaba el momento. Las manos me sudaban a pesar del ambiente frío y húmedo. Los primeros movimientos debían ser precisos y delicados. La cadena descendía y ascendía con lentitud y unos primeros tañidos desacompasados empezaban a escucharse allí arriba. Poco a poco el ritmo se iba incrementando, del movimiento y de los latidos de mi corazón. La cadena empezaba a deslizarse con fluidez, era señal de que la campana iniciaba su volteo. Lo más difícil estaba hecho. Había que seguir incrementado el ritmo hasta conseguir un movimiento casi frenético, abajo y arriba, abajo y arriba… La campana empezaba a repicar. Y había que mantener ese repique durante un par de minutos, minutos que se hacían interminables.

Cuando ya mis hombros estaban doloridos por el esfuerzo había que mantener el control del movimiento para, suavemente, ir ralentizando el repique y conseguir un final progresivo y sin brusquedades. Cuando la cadena se detenía definitivamente soltaba mis manos, agarrotadas, me giraba hacia la barandilla y dirigía mi mirada hacia el retablo central, donde estaba él, con sus amplias orejas (para escuchar bien el repique, pensaba yo) y la enorme llave aferrada en su mano izquierda. Y, un año más, San Pedruco me guiñaba su ojo derecho en señal de aprobación.

Décadas después vuelvo a entrar a la ermita de San Pedro Zarikete, que ha cambiado mucho desde entonces. Luce curada de sus heridas, limpia, luminosa. Y, sobre todo, abierta a todos. A los que siguen creyendo en los desembrujamientos, en las capacidades curativas del santo y en las bondades de su agua bendita. Y a los que no. Pero unos y otros podemos hoy conocer y rastrear la historia milenaria de San Pedro Zarikete, participar de sus tradiciones vivas o disfrutar de un espacio recuperado para la cultura.

Yo también me noté algo cambiado, han pasado unos cuantos años. Ya no sentí esa necesidad de subir al coro para hacer repicar la campana. Pero sin embargo, al salir, volví a mirar de reojo a San Pedruco. Los siglos no pasan por él. Es más, le encontré incluso rejuvenecido y resplandeciente, gracias al “lifting” realizado por manos expertas. Cuando ya retiraba mi mirada noté un leve gesto en su rostro: volvió a guiñarme su ojo derecho.


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