La
noche anterior no conseguía conciliar el sueño. Vueltas y vueltas en la cama
hasta que, con la primera luz del día que se colaba por la ventana, saltaba
como un resorte. Me vestía apresurado. Mi estómago, encogido, apenas podía
aceptar una taza de leche con cola-cao. Bajaba a la calle y a través del
encachado de la plazoleta y el pórtico me acercaba, nervioso, a aquella pesada
puerta de madera de castaño. El interior aún estaba en penumbra. Subía por la
escalera hasta el coro y aferraba mis manos a la cadena que se descolgaba desde
el campanario. ¡Ya era mía! Sólo faltaba esperar la señal.
Llegaba
el momento. Las manos me sudaban a pesar del ambiente frío y húmedo. Los primeros
movimientos debían ser precisos y delicados. La cadena descendía y ascendía con
lentitud y unos primeros tañidos desacompasados empezaban a escucharse allí
arriba. Poco a poco el ritmo se iba incrementando, del movimiento y de los
latidos de mi corazón. La cadena empezaba a deslizarse con fluidez, era señal
de que la campana iniciaba su volteo. Lo más difícil estaba hecho. Había que
seguir incrementado el ritmo hasta conseguir un movimiento casi frenético,
abajo y arriba, abajo y arriba… La campana empezaba a repicar. Y había que
mantener ese repique durante un par de minutos, minutos que se hacían
interminables.
Cuando
ya mis hombros estaban doloridos por el esfuerzo había que mantener el control
del movimiento para, suavemente, ir ralentizando el repique y conseguir un
final progresivo y sin brusquedades. Cuando la cadena se detenía definitivamente
soltaba mis manos, agarrotadas, me giraba hacia la barandilla y dirigía mi
mirada hacia el retablo central, donde estaba él, con sus amplias orejas (para escuchar
bien el repique, pensaba yo) y la enorme llave aferrada en su mano izquierda.
Y, un año más, San Pedruco me guiñaba su ojo derecho en señal de aprobación.
Décadas
después vuelvo a entrar a la ermita de San Pedro Zarikete, que ha cambiado
mucho desde entonces. Luce curada
de sus heridas, limpia, luminosa.
Y, sobre todo, abierta a todos. A los que siguen creyendo en los
desembrujamientos, en las capacidades curativas del santo y en las bondades de
su agua bendita. Y a los que no. Pero unos y otros podemos hoy conocer y
rastrear la historia milenaria de San Pedro Zarikete, participar de sus
tradiciones vivas o disfrutar de un espacio recuperado para la cultura.
Yo
también me noté algo cambiado, han pasado unos cuantos años. Ya no sentí esa
necesidad de subir al coro para hacer repicar la campana. Pero sin embargo, al
salir, volví a mirar de reojo a San Pedruco. Los siglos no pasan por él. Es más,
le encontré incluso rejuvenecido y resplandeciente, gracias al “lifting” realizado por manos expertas. Cuando ya
retiraba mi mirada noté un leve gesto en su rostro: volvió a guiñarme su ojo
derecho.
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