jueves, 20 de agosto de 2015

EL SUSTANCIERO

Días y noches de verano en el pueblo, años de infancia y juventud. Una vivencia que casi todos hemos tenido y añoramos: la bicicleta, las fiestas de los barrios, las chicas; los pimientos de la huerta, los baños en el río, las chicas; la pila de hierba, los bailes en las romerías, las chicas.

Pero además de todo esto, y de las chicas, recuerdo las tertulias (no las televisivas, afortunadamente) que tenían lugar después de cenar, en el pórtico de la ermita junto a nuestra casa. Era una reunión atípica por su carácter intergeneracional (de ocho a ochenta años) y su interculturalidad (los “urbanitas” que habíamos aterrizado por allí y los “rurales” de toda la vida). Se hablaba un poco de todo y, lo más interesante, se contaban historias. Este apartado estaba reservado generalmente a los más veteranos. Y eran historias que se repetían año tras año. Pero yo disfrutaba mucho con ellas, con sus escenificaciones y con las pequeñas variantes que se iban introduciendo con el paso del tiempo.

Recuerdo con nitidez una de las historias que contaba mi abuela, la del “sustanciero”, palabra que el corrector me subraya en rojo porque, es cierto, no está recogida en el diccionario de la R.A.E. El “sustanciero” era (no tengo constancia de que exista en la actualidad) un hombre que recorría las calles del pueblo con un saco a cuestas al grito de “¡Sustancia, sustancia!” y que, cuando era requerido desde alguna casa, sacaba del saco un hueso de jamón o de vaca y lo introducía en la olla que estaba al fuego por un módico precio. Quince minutos tenían la culpa para dejar toda la sustancia y el sabor en el guiso, si es que aún le quedaba algo de esencia al hueso, antecedente de las pastillas de caldo Avecrem o Starlux (aquí se pueden decir marcas) que llegarían unos años más tarde.

Recreación. Fotografía de José María Moreno García.

Mucho tiempo después de haber escuchado esta historia anduve fisgando por aquí y por allá y pude comprobar que este personaje, este oficio al fin y al cabo, no era exclusivo de nuestra comarca sino que también se habían “sustanciado” caldos en otros puntos de la geografía española. Es más, historias paralelas sostenían que el susodicho, en algunos casos, dejaba en las casas alguna sustancia más que la que iba a parar al caldo. Vamos, que debía haber repartidos por los pueblos una buena colección de vástagos de “sustanciero”. ¡Mentes calenturientas! Esta variante no la recuerdo yo de boca de mi abuela, a no ser que mi corta edad me impidiese interpretar adecuadamente sus palabras. Probablemente se trate de una leyenda urbana más (rural en este caso), como la del “butanero” o la del “fontanero”.

Sea como fuere, siempre me pareció una historia fascinante la del “sustanciero”. Y bien pensado, esa sabrosura que el esquelético hueso aportaba al guiso ¿no respondería en realidad a un efecto placebo? ¿A una cuestión más de fe y de deseo que de paladar? Es probable. Y me pregunto también si en la actualidad existe alguna actividad similar que acceda a nuestras casas y dé sustancia a nuestros guisos, a nuestros días, a nuestras vidas… Algo o alguien que consiga, en pocos minutos, hacernos creer que todo es mejor, más bonito y más sabroso de lo que en realidad es. Que nos haga creer que somos guapísimos, que todo lo que hacemos es súper-guay y que toda la gente nos quiere con locura. Que “me gusta” lo que haces, “te comparto” y, si te descuidas, “te etiqueto”. ¿No será “el Facebook” nuestro “sustanciero” del siglo XXI?

Nota: No pienso actualizar mi foto de perfil… hasta que cambie de ojo.

miércoles, 5 de agosto de 2015

LA TORTILLA DE PATATAS PERFECTA

Empezaré por desmentir mi propio titular: la tortilla de patatas (o de patata) perfecta no existe. Porque son tantas las formulaciones y recetas de este plato tan arraigado ya en nuestra cultura que sería muy atrevido postularme por una de ellas. Ni siquiera yo tengo una receta definitiva. Si ya “las patatas fritas perfectas” http://www.echonovemberecho.blogspot.com.es/2013/09/las-patatas-fritas-perfectas.html
 dan origen a numerosas variantes, procedimientos y debates qué decir cuándo añadimos uno o dos ingredientes más: hasta el infinito y más allá. Que yo sepa no existe aún el Museo de la Tortilla de Patatas, pero desde aquí lanzo la propuesta: historia, materias primas, escuelas y estilos, recetarios, utensilios, talleres…

Y como casi siempre sucede, el primer debate aparece en la atribución de su origen: que si durante las guerras carlistas el general Zumalacárregui y sus tropas se detuvieron en el caserío de una señora navarra quien, a falta de algo mejor, se esmeró en prepararles un plato juntando los únicos ingredientes que tenía; que si su origen está en Galicia o en Extremadura; que si se debe a un cocinero aragonés… No me voy a internar por estos caminos inescrutables. Lo cierto es que, tres siglos después de que la patata llegase a Europa procedente de América, se unió al huevo formando un matrimonio indisoluble hasta el día de hoy. Hay muchos más debates, entrando ya en su preparación: con o sin cebolla, jugosa o cuajada, con la patata cortada de una u otra forma, dorada o blanquecina…

Como el tema es realmente inabarcable he decidido recurrir a un método poco científico que me acote la tarea: revisar dos tipos o estilos de tortilla que gozan de un reconocimiento bastante generalizado y analizar sus similitudes y sus diferencias: la tortilla estilo Betanzos y la tortilla de Josefina.

Sobre la tortilla de la escuela de Betanzos he tenido conocimiento recientemente gracias a un amigo de origen gallego. Ganadora de numerosos premios y certámenes a nivel nacional a través de establecimientos como “O Pote” o “La Casilla”, su característica más destacable es su jugosidad, con un huevo batido prácticamente líquido en su interior. Y sin cebolla.

Tortilla de Betanzos. (Imagen de José Carlos Capel)

Hablar de la tortilla de Josefina es hablar también de una persona inigualable, Josefina Sagardia, ochenta y cinco años, cocinera del Casino de Lesaka, y más de sesenta años haciendo “sus tortillas”, entre quince y veinte diarias. Su fórmula: patata dorada, con cebolla y pimiento verde, jugosa y, lo más importante, sin darle la vuelta, con un hábil giro de muñeca, su tortilla se desliza y se dobla sobre sí misma adquiriendo una forma ovalada. Su sartén no la toca nadie más que ella y sus cuchillos parecen finos estiletes por el desgaste de las miles de patatas que han pasado por sus filos.

Josefina en acción. (Imagen de José Carlos Capel)

¿En qué se parecen la tortilla de Betanzos y la de Josefina?: patata cortada en láminas finas, fritura en aceite de oliva, huevo poco batido sin que llegue a espumar, poco cuajada y jugosa en su interior. Similar proporción de patata y huevo: dos huevos por cada patata mediana, de la variedad Kennebec. Y sal, añadida en el momento de la mezcla, no antes.

Y las diferencias: solo huevo y patatas (menos crujientes) en la de Betanzos, cebolla y pimiento verde en la de Josefina; con vuelta en la primera y con “doblado” en la segunda.

Tortilla deconstruida

Conclusión: la que cada uno quiera sacar. No han faltado tampoco las interpretaciones y reformulaciones extremas como la tortilla deconstruida desarrollada por el chef Ferrán Adriá. Pero yo me quedo, sin duda, con la de Josefina. ¿Por qué? Porque su justificación de la cantidad de huevos en su tortilla supera cualquier teorización científico-filosófica de los gurús de la alta gastronomía:

“Mi tortilla es para tres. Pongo 3 huevos por ración, pero como no me gustan los números impares pues pongo 10”.  

¡Grande Josefina!