lunes, 29 de octubre de 2012

HUELLAS GASTRONÓMICAS



Anoche degustaba con un amigo un recuerdo gastronómico de juventud, en un viaje a través de tierras riojanas: unas humildes pero exquisitas patatas en el pequeño pueblo de Quel.

De los viajes, de los lugares que uno ha visitado, quedan fijados en nuestro recuerdo paisajes, edificios, personas, pequeños o grandes acontecimientos… Pero también, al menos para los que disfrutamos con el placer del yantar, las comidas. Lo que podríamos denominar como la huella gastronómica. Y así podemos ir haciendo nuestro particular recorrido geográfico asociado a algunos sublimes platos que, probablemente y con el paso del tiempo, habremos magnificado más allá de sus auténticas cualidades culinarias. Pero es igual, lo importante es la evocación de esos momentos y de las personas que nos acompañaban. Aquel estupendo cabrito que comimos en Ponferrada, aquellos tiernos calamares de Villaviciosa, los mejillones recién cocidos al vapor de Rianxo, la textura deliciosa de la merluza negra en el puerto de Ushuaia… Es una manera de asociar un sentido como el del gusto a ese recorrido geográfico que enriquece, creo yo, esas estancias y ayuda a mantener vivo el recuerdo de nuestras sensaciones.

También se puede asociar esa huella gastronómica a las distintas etapas de nuestra vida. Y en cada una encontraremos sabores y olores, sin duda. De los veranos en el pueblo, unos untuosos pimientos entreverados asados a la leña. De los otoños de infancia en casa, la tarta de manzana en cuya elaboración ayudaba a mi madre, el olor de la manzana reineta y el dulzor de la crema pastelera. De la época en el piso de estudiantes, el cocido cántabro en el que había que introducir a presión las morcillas para poder cerrar la tapa de la olla, y que nos ponía a tono en los crudos inviernos castellanos. El aroma del bacalao en salsa elaborado con cariño para los amigos que venían a cenar a casa.

Huellas que van pasando a formar parte de nuestro itinerario personal y vital, de nuestro bagaje cultural, en definitiva. Por cierto, y enlazando con una entrada anterior, http://www.echonovemberecho.blogspot.com.es/search?q=%C2%BFCambiamos%3F ¿cambiamos en nuestros gustos gastronómicos? Yo sigo tomando cola-cao.

Buen provecho. 

domingo, 21 de octubre de 2012

CINE Y ARQUITECTURA (2): FAROS


Siempre me han fascinado los faros. Tal vez sea porque en ellos se conjugan dos de mis pasiones, la arquitectura y la navegación. Son construcciones en el límite del territorio, sobre esa línea quebrada que separa la tierra del mar. Y con una función muy definida, el de la señalización luminosa para la ayuda a la navegación. Desde el mar las embarcaciones no sólo ven el haz luminoso del faro que advierte de la proximidad de la costa sino que también reciben información de su emplazamiento gracias a su código de intervalos luminosos (algo similar al código morse). Es decir, cada faro tiene una secuencia luminosa diferente que lo identifica.
Los modernos sistemas de navegación por satélite han restado protagonismo a estas torres de señalización pero aún siguen siendo útiles para verificar la posición.
Desde las antiguas torres de vigía en las que se encendían hogueras hasta los modernos faros automáticos manejados a distancia, mucho han cambiado los sistemas de iluminación y los métodos construidos empleados. Sin embargo hay dos constantes que se mantienen, que son sus señas de identidad: su verticalidad y su luminosidad. No es raro que en el campo de la arquitectura utilicemos el término faro para definir algún elemento de nuestros proyectos que cumpla con dichas características. Incluso para referirnos a aquella persona que para nosotros ha supuesto una referencia sólida y que ha iluminado de alguna forma nuestro camino profesional o personal.
Pero quizás su mayor atractivo radique en ese emplazamiento único, en las condiciones extremas de los acantilados ante los embates furiosos del mar.
Y, por supuesto, el cine (la tercera de mis pasiones) no ha dejado pasar de largo esa capacidad visual, esos lugares alejados e inhóspitos, esa gran carga simbólica, para incorporarlo como escenario o como auténtico protagonista en un amplio número de películas. Estos son tres ejemplos diversos, tanto en su cronología como en su género.

“El faro del sur” (Eduardo Mignogna, 1998).
Antes de que el cine argentino irrumpiese con fuerza en España a través de películas como “El hijo de la novia”, el director Eduardo Mignogna realizó esta película de búsquedas, de huidas del dolor y de encuentros en el tiempo. Es la historia de dos hermanas que quedan huérfanas, a través de su itinerario geográfico y sentimental. Y es precisamente en un viejo faro y en su guarda-faro o farero donde hallan su hogar y su familia. No olvidemos que en muchas ocasiones los faros albergaban asimismo la vivienda de la persona o familia que se hacía cargo del mismo. Película de gran finura y que consigue emocionar.



“La luz del fin del mundo” (Kevin Billington, 1971).
A pesar de ilustres actores como Kirk Douglas, Yul Brynner o Fernando Rey, se trata de una extraña coproducción USA-Liechtenstein-España-Suiza, que destila un tufillo a película de serie B. Probablemente un director poco experimentado y un bajo presupuesto tienen la culpa. Precisamente en esa cierta tosquedad radica también su encanto. Basada en una novela de Julio Verne y ambientada en el entorno del Cabo de Hornos, pero rodada en la Costa Brava, estamos ante una película de aventuras que cuenta la historia de unos piratas que asaltan un faro situado en una isla rocosa. El plan de los piratas consiste en apagar la luz del faro para que los barcos se estrellen contra los arrecifes y poder adueñarse después del botín. El faro, en este caso, como protagonista principal. 

Ver entrada de este blog “Cabo de Hornos”:


“Jennie” (William Dieterle, 1948).
Pequeña obra maestra rodada en un extraordinario blanco y negro (casi más negro que blanco). Podría encuadrarse tanto dentro del género fantástico como del romántico. Se trata de una historia de amor onírico, casi surrealista. De hecho, era una de las películas favoritas de Luis Buñuel. Cuenta la historia de un pintor abatido por haber perdido la inspiración que conoce, un frío día de invierno, a una chiquilla en Central Park (Nueva York), y a partir de ese momento se suceden una serie de encuentros en los que la chica, de forma casi mágica, va convirtiéndose en una bellísima joven de la cual el pintor se enamora. La escena del faro que parece estremecerse en la tenebrosa tormenta entre intensos relámpagos pretende reflejar el paisaje del mundo inalcanzable y convulso en el que se ha visto sumergido el protagonista.

Ver entrada de este blog “Películas Románticas”:


Hay muchas más películas y muchos más faros. Que nos sigan iluminando.



martes, 16 de octubre de 2012

EL HELICÓPTERO


Han pasado ya diez años pero sigo teniendo el mismo sueño recurrente: el ruido ensordecedor de ese helicóptero me acaba despertando.

Aún recuerdo con nitidez tu cuerpo inmóvil en medio de la carretera, el ruido de las sirenas, el olor de aquel hospital. Cuando el médico nos dio pocas esperanzas creí tocar fondo, pero luchamos, luchaste y despertaste. Habías vuelto pero no del todo. Tu silencio y tu rostro inexpresivo te seguía manteniendo lejos, muy lejos. Hasta que aquella tarde cogiste un lápiz y, con trazo tembloroso, escribiste sobre un papel las cuatro letras de tu nombre. Entonces entendimos que habías vuelto de verdad.

Desde ese día me he sentido más cerca de las personas que han perdido un hijo. Lo antinatural de esa pérdida debe elevar el dolor hasta cotas insospechadas. Un hecho que nunca se supera, con el que hay que saber convivir a lo largo de toda la vida.
Durante un tiempo tuve como compañera de trabajo a una mujer que había perdido a su hijo de corta edad. Nunca hablamos de ello pero me propuse arrancarle una sonrisa siempre que fuera posible. Incluso cuando sonreía en sus ojos había una profunda tristeza, estaban llenos de amargura.

Aquel helicóptero te salvó la vida. Y en aquel helicóptero viajan de alguna manera todas las personas que lo hicieron posible. Y ahora, diez años después, estás aquí, convertida en una adolescente muy adolescente (es lo que toca) y encantadora. Hace unos meses cumpliste los dieciséis y ahora cumples los diez. Así que ¡felicidades! Este es mi pequeño regalo de cumpleaños:


 Y no me importa seguir despertándome con el ruido de ese motor: pensaré en ti, cerraré los ojos y volveré a dormir tranquilo.

martes, 9 de octubre de 2012

BALBUCEOS DIGITALES


Ordenador Amstrad CPC 464

El CD cumple treinta años. Este aniversario me hace recordar aquellos años heroicos en los que a nuestra generación le tocó dar el salto de lo analógico a lo digital, de lo manual a la programación y los comandos.

Mi primer ordenador fue un Amstrad CPC 464 de color negro: una pantalla o monitor cabezón y un teclado que incluía un habitáculo para una cinta de cassette. Mis primeros balbuceos en este nuevo mundo fructificaron en el desarrollo de un programita para armado de vigas a través del lenguaje Basic. Todo un logro con el que incluso conseguía dibujar una sencilla sección de ese elemento constructivo… si es que la cinta no se atascaba.

Pero todo lo que conseguías materializar en este nuevo mundo se quedaba ahí, en el limbo del ordenador. Las impresoras y plotters tardaron un tiempo en llegar, y entonces comenzó otra gran batalla, la de la conexión. Lo que hoy se resuelve con un sencillo cable USB (o de forma inalámbrica) y una pulsación sobre el comando Imprimir, en aquel momento suponía una ardua tarea de prueba y error a través de complejos comandos y órdenes que copiábamos de un grueso manual. Después tocaba esperar y cruzar los dedos para que la enorme impresora matricial se desperezara e iniciase su labor bajo un ruido ensordecedor. Cuando llegaron los plotters, media oficina se arremolinaba a su alrededor para alucinar con el rápido movimiento de sus plumillas sobre el rollo de papel.

Mi primer contacto con un programa de dibujo fue a través de Autocad (programa de referencia en la actualidad), desarrollando el diseño de unos elementos de mobiliario urbano para playas. El trazado de cada línea suponía una compleja introducción de datos a través de coordenadas. De color nada. Pantalla monocromo, por supuesto.

Y qué decir de la comunicación entre máquinas, eso que hoy hacemos de forma habitual pulsando sobre el comando Enviar. Pasaron unos años hasta que una mañana de invierno, y gracias a la habilidad de un ingeniero cerebrillo, lanzamos un mensaje que debía cruzar, a través del espacio digital, desde Bilbao hasta Valencia. Nos fuimos a comer, volvimos a la oficina y estuvimos en tensión esperando una llamada telefónica. A última hora de la tarde el teléfono sonó: un pequeño salto en la geografía española pero un gran salto para nuestra confianza en el nuevo mundo digital que acababa de nacer. Arrinconamos definitivamente la mesa de dibujo, el paralex y los rotrings. Las máquinas de escribir se convirtieron en objeto de anticuario. Empezaba una nueva era y nos tocó estar ahí.

martes, 2 de octubre de 2012

¿CAMBIAMOS?


Hace unos meses, a través de la tupida red de redes de Internet (ya no hay escapatoria posible), contactaron conmigo antiguos compañeros de Colegio y de Instituto. El motivo, una comida de hermandad, fraternidad o como queramos llamarle. Ante la convocatoria tuve una doble sensación. Por un lado, sentía el morbo de rencontrarme con ellos treinta años después. Por otro lado, tenía mis reservas respecto a este tipo de eventos. Finalmente no sé si pudo más el morbo o la cortesía hacia aquellos que se habían molestado en localizarme e invitarme, pero acepté.

Cuando me dirigía al punto de encuentro pensaba: ¿Nos reconoceremos? ¿Habremos cambiado mucho? ¿Cómo serán nuestras reacciones? Las dudas se disiparon de inmediato: todos perfectamente reconocibles. Algunos pelos menos, algunas canas y algunos kilos más. Eso era todo. Por lo demás, las mismas expresiones, los mismos gestos, las mismas risas… Como era lógico, las conversaciones giraron en torno a un rápido repaso de nuestra trayectoria vital desde nuestra separación y, sobre todo, a recordar viejos tiempos, compañeros, profesores y situaciones inolvidables. Todo dentro del guion. En un momento dado, uno de los compañeros que estaba a mi lado comentó, en referencia al buen rollito reinante y a la camaradería que se mantenía después de tantos años, algo así como: “Es una gozada ver que nada ha cambiado, que ya sabes lo que va a decir cada uno, las reacciones y las opiniones sobre cada tema. Resulta muy cómodo.”
   
Llegó la hora de la despedida, emplazándonos para la siguiente a celebrar en corto plazo (también dentro del guion). Cuando me dirigía a casa y los efectos de la euforia se iban pasando empecé a darle vueltas a la frasecita: “Resulta muy cómodo.” Y, paradójicamente, empecé a sentirme incómodo y a hacerme preguntas: ¿Se puede considerar como algo positivo, como un logro, que en treinta años no hayamos cambiado? ¿Esa comodidad es algo de lo que sentirse orgulloso? Siempre he pensado (y parece que así lo indican quienes estudian la conducta humana) que somos la suma de lo innato más lo adquirido. Es decir, de lo que traemos de fábrica a través de nuestros genes más lo que nos va transformando o modelando nuestro entorno. Entonces, ¿cómo es posible que no hayamos cambiado en treinta años? Las relaciones personales, los hijos, el trabajo, los viajes, los distintos entornos sociales en los que nos hemos desenvuelto… ¿no han sido capaces de modelar, de hacer evolucionar lo más mínimo esas marcas genéticas?

Ciertamente me rebelo contra esta idea porque sería como aceptar que a los dieciocho-veinte años ya hemos llegado a nuestra cúspide evolutiva y que todo lo que viene después (treinta años en este caso) es algo así como los años de la basura, que no aportan nada ni son capaces de influir lo más mínimo en nuestra conducta. Y me rebelo también contra ese concepto de comodidad, de conformismo en definitiva.
Algún experto en estadística me podrá decir que el número de personas con las que compartí el encuentro es una muestra demasiado reducida para sacar conclusiones de este tipo, y también  es reducido el tiempo que compartí con ellas. Es posible. Y que todo eran hombres. ¡Vaya! No había pensado en eso.

Intentaré profundizar más en nuestro próximo encuentro, y hablar de mujeres… como hace treinta años.